Feliz cumpleaños yon Jimenez

Hace un par de meses, teniendo presente que cumpliría 45 años, en mi cabeza no paraba de rodar la idea del cómo debería festejar esa fecha tan importante en mi vida. Me decía a mí mismo que debería organizar una gran reunión e invitar a mucha gente, o tal vez, realizar un viaje a algún lugar en este mundo al cual siempre hubiera querido ir, o quizás, comprarme aquello que siempre había querido, en fin, muchas ideas pasaban, pero ninguna se concretaba. En algún momento, hasta llegué a pensar en tomarme una de esas fotos de estudio, la que, con la ayuda de todas las herramientas tecnológicas, mejor conocidas como el Photoshop, me harían ver más joven y delgado, pero mi raciocinio me dijo: “Esa fotografía solo alimentaria a un pobre ego desorientado que está en la búsqueda desesperada de reconocimiento y admiración”. Entonces, recapacité y me dije: Ya hay mucho ego por ahí suelto haciendo lo mismo”. Así que seguía sin saber el cómo celebrar mi cumpleaños.

Pasaron algunas semanas, y antes de que llegara la tan anhelada fecha, y aun con mi mente tratando de organizar algo sensacional, en el grupo de mi familia que tenemos en WhatsApp, de repente, llegó una foto de la celebración del cumpleaños número cincuenta de mi papá.  Con la magia que tiene las fotos viejas, por un momento de mi vida, retrocedí treinta años y recordé lo que ya ni siquiera recordaba, el suéter de lana azul que tanto le gustaba a mi padre, su sonrisa, el ponqué sobre la mesa decorado por mi mamá, la lámpara que colgaba sobre el comedor, el cuadro de la última cena que era una herencia de mi abuela, y del que no tengo idea qué habrá pasado con él, las sillas, y unos pequeños cuadros que colgaban sobre la pared.  Por un momento, quizás por algunos segundos, me quede quieto, en blanco, inmerso en el pasado, y lloré.

No comprendo muy bien por qué lloré, sé que no fue por tristeza, pero tampoco lo fue por felicidad.  Posiblemente, la única explicación lógica que he logrado encontrar es que mi corazón viajo treinta años en el pasado, y como si el tiempo se hubiera esfumado, añoré todo lo que significaba aquella fotografía.    Recordé mi casa, el jardín exterior, el olor a pinos, la sala, la cocina, mi cuarto, la decoración con los posters de la época que tenía y que no le gustaban a mi mamá, mi pequeña cama, pero en especial, en especial, lo extrañé a él, a mi padre.

Me quedé pensando por un momento en él, tratando de recapitular aquellos años, recordando lo difícil que pudo ser en algunos momentos nuestra relación durante mi adolescencia, lo complicado que era para mi entender su insistencia en que debía estudiar, lo incómodo que me parecían sus palabras cuando me cuestionaba mi pereza juvenil, y mi reiterativa intención de nunca parecerme a él, negándome a mí mismo lo que era obvio, éramos iguales, tan parecidos que hasta teníamos el mismo modo de caminar y el mismo ímpetu acelerado por hacerlo todo a nuestro modo.

Me dije: “Tuvieron que pasar treinta años para aceptar que él tenía la razón en muchas cosas” y sonreí, sintiendo que en algún lugar, allá arriba, él estaría riéndose de mí, diciéndome con su voz fuerte: “Pero como lo que le decía el papá eran mentiras”. Y sin palabras, sin pensamientos, solo con el corazón, en uno de los momentos más íntimos de mis últimos años, le agradecí todo lo que hizo por mí, le dije que lo amaba, que lo había amado, le pedí que me perdonara, y también, lo perdoné, sentí que necesitaba hacerlo.  Percibí que mi alma se reconciliaba plenamente con la suya, y entendí que ese era el mejor regalo de cumpleaños que yo podría recibir, la mejor celebración y que en ese momento no hacía falta nada, nada más.

Al final, y sin querer añadir más a lo que realmente quería decir, creo que he tenido una de las celebraciones de cumpleaños más bonitas que recuerdo haber vivido, hubo ponqué, vino, comida, llamadas, tarjetas, y lo más importante, también estuvo él, mi padre.

Photo by http://www.123rf.com

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